domingo, 7 de marzo de 2010

Dos poemas de Mercedes Roffé





No hay traducción posible.

—o sí la hay:

de lo uno a sí mismo,

de lo uno a aquello que tantea y vence

de lo que sabe de sí

—su pobre imperio.


De Linternas flotantes






Tanteos en la mar violenta. Agitación. Un cierto envolvimiento de remolino o torrente. Depende de la dirección. Depende de si se podría siquiera hablar de dirección o de mejor deshacerse. ¿Indulgencia? ¿por qué no? Al menos insistir. Un acto de presencia, como tantos (tanteos en la mar). ¿Recuerdas? Un poco de historia. La arena, la guerra, la India... ¿oh, la mujer! El siglo, con atajos. No olvidemos que desde los hombros de los Padres...

En cuanto a las mareas: toma tu baldecito de lata y aspira hondo. Húndelo hasta el final. (Al principio, la boca te dará en la muñeca. No importa, sigue. Húndelo más. Como si enjuagaras las sábanas de tu ama la Desdicha. ¿O acaso algo ha cambiado?) Tira con fuerza. Ya está. Mira si no es tu cara. Y ahora no brinques o te perderás. No hables o te perderás. No atiendas al bramar de la tierra o te perderás. Es cuestión de ausentarse. Se trata

de fundar un vacío.

De Memorial de agravios. O de las cosas que han pasado en esta tierra.

«Sentido de la poesía» (fragmentos), Mercedes Roffé

Se cree que la poesía –acompañada de música o no; música ella misma-- se originó como un deseo de comunicarse con lo divino. Se quería estar en contacto con otra realidad. Es verdad que el sentido de lo divino, la necesidad de unión con lo sagrado, en su sentido originario, parecería no estar tan presente hoy en día en la vida de los individuos ni de la comunidad como tal. Sin embargo, es posible que la poesía y otras formas del arte sean uno de los pocos reductos que todavía desempeñan esa función primordial: unir al ser humano con un sentido trascendente de la vida, del universo, de su propio estar en el mundo.

Mucho se ha insistido en que la poesía política o social no logra, por sí misma, alterar las durezas de la realidad que denuncia. Pero tal vez, si pensáramos en que el propósito no es alterar como lo podría hacer un tratado diplomático o un arma de fuego, sino convocar la materialización de un deseo, como prefiguración de un mundo esperable e imaginariamente realizado, quizás podríamos decir que la poesía sigue cumpliendo esa misma función performática que cumplía en tiempos primitivos. Una función política en tanto religiosa.

Pienso asimismo que habría muchas maneras de responder la pregunta por el sentido de la poesía en nuestra época, y en cuántas de ellas serían igualmente válidas. Me pregunto incluso con cuántas de ellas coincidiría sin dejar de sentirme fiel a mí misma. Pienso que una de las respuestas más lúcidas a esta pregunta la ha dado quizás indirectamente Muriel Rukeyser en su magnífico ensayo The Life of Poetry. En esas páginas, al analizar el miedo –la fobia, diría más bien—que la poesía produce en algunas personas, Rukeyser interpreta que ese miedo deriva del poder de la poesía para conectarnos con nuestros propios sentimientos. Claro que no faltarán aquellos que –a un lado y otro del mapa poético universal— quieran ridiculizar esta concepción de la experiencia poética, siendo para ellos la mera palabra “sentimientos” un detestable resabio del cual habría que depurar no sólo la poesía sino la creación artística en general, y en lo posible a la vida toda.

Así entendido el término, se hace evidente que lo que esta propuesta sostiene es el poder de la poesía como elemento desalienador del ser humano, en una época en que éste se encuentra presa de un creciente número de medios y circunstancias –desde el trabajo hasta el entretenimiento-- que no buscan más que su enajenación.

Quisiera hacer propia aquí esta concepción de la poesía --de la experiencia artística en general--, como uno de los pocos espacios en los que el ser se reencuentra consigo mismo, con su propia humanidad, precisamente allí donde todo parece atentar en contra de tal reencuentro.
Esta experiencia límite no se mide por números. Basta saber que está allí, al alcance de quien quiera, para ejercer en nombre de todos, el derecho irrevocable de seguir siendo humanos.

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