domingo, 10 de abril de 2011

Fragmentos de «El espacio literario como madriguera»


“Toda escritura nace de una herida que nunca cicatriza
porque su abertura es la posibilidad de la escritura”.
Eduardo Milán

Recurrir a Kafka suele ser una forma de olvido, de suprimir la extrañeza que contiene y borrar lo que tiene de más perturbador, reduciéndolo a “oficina de información de la situación del hombre” (eterna o actual) como decía Adorno. Contra el nombre como recurso de autoridad, cabe contraponer una reincidencia crítica que no nos exime del riesgo de pensar en los límites de lo conocido. Lo «extraño», en este punto, es una de las recurrencias en Kafka, esto es, aquello que horada cualquier vestigio de familiaridad, enfatizada por ese narrador que aun cuando accede a la «interioridad» de sus personajes –lo que no deja de resultar excepcional- no sólo no detenta sus claves, sino que además los devuelve con estupefacción, como si dios hubiera muerto desde mucho antes de que ellos nazcan, como si su nacimiento ya nada tuviera que ver con el padre fundador y no quedara más que orfandad. Extrañeza radical que impide, precisamente, la «identificación» y más si este recurrir es también una revuelta contra un cierto «interiorismo» -en particular, el que se quiere omnisciente- y una protesta contra las sirenas -que ya no cantan, que quizás nunca cantaron-.

Anticipemos que no se trata de arriesgar una nueva interpretación de Kafka, incluso admitiendo que “(…) la interpretación no es otra cosa que la posibilidad de equivocarse (…) (De Man, 1990: 216), más todavía si se considera la saturación que existe al respecto. Quisiera, en cambio, proponer una analogía, basada en “La construcción” [2001] ( ), relato elaborado por el autor el último año de su vida ( ). En términos generales, este texto puede ayudarnos a pensar el «espacio literario» no sólo como «campo social» específico (en tanto trama relacional de sentido y poder), sino en su condición más íntima, que es la del antagonismo del sujeto consigo mismo. La referencia a los otros y a lo otro resulta ineludible, aún si nos confináramos a un subsuelo donde guarecernos.


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No hay salvación en absoluto para este sujeto asediado, incluso cuando ha construido un espacio que, sin ser autosuficiente (el protagonista se permite eventualmente algunas excursiones al exterior, reconociéndolas como “imprescindibles”), apenas necesita abandonar. Notemos, de paso, que lo mejor de esa construcción es su silencio, engañoso en tanto puede interrumpirse, pero existente aún. Hay asimismo plazas circulares en algunos intervalos de las galerías, en los que todavía duerme “el dulce sueño de la paz, del deseo satisfecho, de la alcanzada meta del dueño de casa” (2001: 115), hasta conducir a una plaza principal, dispuesta para resistir el asedio.

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La desprotección de la obra es también indefensión del sujeto. El momento de la decisión, pues, está marcado por la imposibilidad de huir o quedarse. Tanto la huida como el asentamiento muestran su radical vulnerabilidad. Llega ese punto entonces en que ya no se desea la certidumbre. El enfrentamiento con estos antagonistas invisibles, a pesar de su mortificante posibilidad, no sobreviene. A lo sumo, anticipación de una lucha a muerte por una madriguera propia, sin intrusos. “… Pero todo permaneció sin alteración…” (2001: 149). Tal es la frase final, engañosa por sugerir un final abierto. Porque a pesar de esa amenaza recurrente, no hay resolución posible: todo permaneció sin alteración, sin momento culminante del conflicto y, por tanto, sin desenlace.

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El sujeto literario, así pensado, es no-identidad consigo mismo: por eso la escritura está ligada a un «devenir» en el que la subjetividad ya no puede comunicarse de forma diáfana con los otros, pero tampoco puede acceder a una soledad absoluta. Por eso se trata de un sujeto escindido en un espacio inacabado, siempre-por-construir. Un sujeto sin identidad última es, esencialmente, inestable. Aunque pueda concebirse un «sujeto en falta» como irreductible a sus posiciones, la práctica (estética, ética, política) adquiere aquí un valor constitutivo. Los otros, incluso ese otro que es el sí mismo, están ahí, irreductiblemente. Y en esa interrelación constitutiva, por más desesperación que exista, por más lucha por la supervivencia que domine, la promesa de erotismo tampoco puede soslayarse sin más, aunque no sea sino para mitigar la división, el desasosiego, el repliegue.

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Lejos nos hallamos de una resolución de la tensión esencial. Si el sujeto se constituye en relación con una exterioridad, será ineludible referirse a ella. Por eso la literatura es irreductible a una experiencia interior. El conocimiento de sí mismo resulta imposible sin una referencia a lo que no es de ese orden. La alteridad radical, en última instancia, no sólo contribuye al autoconocimiento sino que impide, simultáneamente, todo cierre cognoscitivo. Como momento perturbador, nos expone a la experiencia del desconocimiento. De forma inversa, nunca somos ese afuera. Hablar en su nombre es advenir como Sujeto mítico, lo que no es más que una trampa mortal: se termina haciendo de la madriguera un tabú, convirtiendo sus recodos más o menos secretos en el gran misterio, en una zona prohibida en que el silencio se llena de culpabilidad.

Rechazar el servilismo, incluyendo aquel que liga a la multitud, es aprender a estar solo, incluso cuando esa soledad es enteramente social. Ese aprendizaje es crítica a la heteronomía, reivindicación de lo que no se deja sujetar. Eso supone perderse de una tierra conocida. La atopía literaria es entrometerse en lo desconocido, en esa vulnerabilidad presentida, ese forjar un mundo en un trozo de tierra, aunque sea un mundo en penumbra. Como el personaje de Kafka, uno aprende a moverse en esa oscuridad. La salida a la superficie, en ese sentido, es un doloroso ejercicio de encandilamiento, un intento de adaptarse a una luz que daña la retina habituada a la noche.

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En términos generales, del hecho de que la literatura desborda la sociedad utilitaria no se deriva necesariamente que sólo sea pensable una literatura independiente de su situación, regida por el principio del “arte por el arte”. Antes bien, literatura para la vida, que parte de una distancia y, simultáneamente, no se deja reducir a medio. En el límite, la poesía como caso especial de literatura discute su mismo estatuto: ya no acepta ser confinada en una categoría estética ni recluirse en la pura ficcionalidad (aunque la presuponga en diversos puntos). Quiere ser éxtasis –habitar fuera de sí-, horadar su ensimismamiento de madriguera, aunque salir de forma permanente acentúe el riesgo de no poder regresar ya, de fallecer fuera de esos subsuelos en los que su vida se nutre.

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Lo que está en juego no es en primer lugar una cuestión de «contenidos», sino de sus condiciones de posibilidad. La «literatura», aún aquella que persigue la destrucción de la institución artística como tal, aquella que no quiere coagular en canon, ni alzarse en templo, reenvía a una subjetividad en la que la escisión es inerradicable: entre antagonismo y erotismo. El "entre" no alude, sin embargo, a una coexistencia simétrica. Si hay voluntad erótica ello sólo puede responder a una actualidad del antagonismo, a una lejanía presente que puja por lo que no está nunca dado ni asegurado. Si se parte de esa desgarradura, no resulta sorprendente la experimentación formal en la que se emplazaron las vanguardias estéticas de las primeras décadas del S.XX: nada de lo hallado puede bastar, como si la huella de lo no vivido –la promesa de felicidad- persistiera instándonos al movimiento.

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El espacio literario es esa tierra extraña en la que no puede haber seguridad como no sea auto-engañándose. Se regresa cada vez para reiniciar la obra, esa imposibilidad que estructura lo literario. Y se regresa con temblor de ser, no el que siente Ulises retornando a su Ítaca, que consagra el héroe a su patria, sino aquel otro en el que tiembla nuestro ser mismo, al punto de no quedar más que tartamudeo. Como retorno a lo inédito, quien escribe se hace extranjero en la propia lengua. En la aporía entre la soledad y el otro, la creación literaria fecunda su propia (im)posibilidad de ser.

Arturo Borra