sábado, 30 de marzo de 2013

Destellos de «Bélgica» de Chantal Maillard: un charquito de lluvia donde mojar la infancia

 
 
¿Cómo entrar en el paraíso con una llave de palabras? Toda significación dará cuenta del abismo. Es preciso negarse a la conciencia para entrar. Aquel es el lugar de la inocencia. Para volver a ella, el lugar demanda un sacrificio. El sacrificio del mí, ese aluvión de repeticiones, el cúmulo de pliegues desde el que damos por conocido todo cuanto somos.
 

Ítaca, cualquier Ítaca, es un lugar interior. Ese origen al que, en determinados momentos de nuestra vida marcados por un esencial cansancio, anhelamos volver no es un lugar geográfico, ni tampoco metafísico, es un estado. (…) Acaso la inocencia no sea otra cosa que la incapacidad para el juicio, y ésta sea la razón de que, en los primeros albores de la existencia, el mundo sea experimentado con sencilla y gozosa plenitud. (…) Mi Ítaca es, o ha sido, Bélgica.

El exilio puede entenderse como cualquier desarraigo que se nos impone y es experimentado como pérdida. Del estado original todos somos exiliados. (…) Sin signos, no hay retorno posible, no hay puente, no hay migas de pan. Quedan los recuerdos, pero no hay manera de recuperar lo olvidado. Y eso, lo olvidado, no la memoria-recuerdo, es lo que interesa para la búsqueda.
 
 

 
Irse antes de que el lugar se torne familiar. No dar tiempo a que se formen las huellas para un nuevo reconocimiento.

 Volver del exilio, de una vida de exilio, al lugar de la infancia: un charquito de agua de lluvia en el que se condensó la mirada. Una mirada para condensarse cuando nada pretende, cuando nada inquiere. Recuperarse.
 
No se trata simplemente de recordar la propia infancia, se trata de volver a hallar ese estado que sólo en la infancia (y, alguna vez, según hallamos relato, en algunos procesos de “santidad”) puede darse: el estado de gozo.


Comprendo ahora que mi ausencia, mi larga ausencia no lo fue nunca de un territorio, sino de aquella sensación.

Hablar es una manera de demostrarnos que estamos vivos, es el ruido que hace nuestra especie. Hablamos por la misma razón que pían los pájaros, para reconocernos.
 



La pertenencia. ¿A qué pertenece la espora que se desgaja, con el viento, de su lugar de origen, que viaja con él y cuando deja de soplar, o detenida, simplemente, por algún obstáculo, cae y es sembrada sin más, sin el concurso de un designio, en cualquier lejanía?

Volver al pasado es un estado próximo al poemático. Es preciso desocuparse. Convertirse en diana. Dejarse alcanzar.

El paraíso perdido es ese infinito alojado en la memoria de un acto nunca repetido que, sin distancia, ocupó todo entero la sensación y dejó huella. Con el tiempo, la huella se convierte en herida. Llamamos nostalgia a esa herida.

Acercaos a la debilidad, atended al desprendimiento al que convida y a esa lucidez que en la desdicha arde, ese fuego frío que mora en permanencia, sin alumbrar apenas, testigo, simplemente. Acercaos a la debilidad, haced acopio de desencanto.

Habito levemente.
 

 
El abismo siempre está ahí; nunca se cierra. Nuestros ojos son los que se cierran para poder seguir viviendo.
 
 
Fantasma es el nombre que le damos a esos seres que, como yo, vuelven a recorrer en sus sueños las casas que habitaron.

En la casa, están creciendo obstáculos. Grandes manos que estallan. Extraños animales salen de ellas e invaden las estancias.

Cerrar el gran paréntesis. Volver al principio. Antes del desvarío y la elocuencia del error, su despliegue. Antes de la pérdida. Antes.

Y allí olvidar.

Olvidar que alguna vez nos fuimos.

 
Escribo el destello. El antes de ahora. Nada que no se haya tenido y perdido alguna vez puede reconocerse.  Tan sólo la distancia entre el tener y el perder permite el destello.

Minar el refugio para poder respirar, fuera de él, libre de su asfixiante nostalgia.
 
Tengo que aprender a despedirme.
 
 
Escribir para no perderse. Como punto de apoyo. Relatar para controlar. Para no perder. Para no perderse. No tanto. No más. Repetir en lo escrito los gestos, decirlos, decirse. Para preservar la constancia del mí entre todo aquello que se escapa:

 
 

En la nuca, la lengua antigua, el idioma incomprendido, la música de la infancia.


La memoria acaso sea aquella cuerda fina que se tensa al abrirse el abismo que nos separa de lo que fuimos.

Qué pocos recuerdos hacen la historia de cada cual. (…) En pocos fragmentos se resume.

Nunca dejé de irme. 

¿Y en qué se convertirá este pequeño poema mío, expuesto sobre este muro a la mirada de otros? Pequeña nada abandonada a la intemperie igual que el objeto que fue su referente, signo de un pasado personal que dejará de ser el mío en cuanto alguien lo reciba y lo haga suyo.

El gozo debió pertenecerle porque ella, en su inocencia, era capaz de una atención plena. (…) Imagino que nada había en ella salvo aquello que miraba y que ella no se diferenciaba de lo que miraba, ni del mirar tampoco. Presiento o imagino que su dicha fue la mejor manera que tuve nunca de amar. 
 
 
Bélgica, Chantal Maillard