lunes, 30 de noviembre de 2015

"De un árbol a otro: la distancia" - un poema de Alfons Cervera

 
 
La noche está aquí ya por fin, completamente.
Marguerite Duras
Las diez y media de una noche de verano
 
                                       De poseer lógica también está lejos.
                                                                       Robert Musil
                                                          El hombre sin atributos

 
Deja que te coma el corazón
en los alambres rotos del otoño.

 
I
 

Han pasado los años, y la lluvia. La casa es la misma, con los nidos de golondrinas convertidos en piedra y rizos de mierda, con las paredes llenas de agujeros y huellas de un amor antiguo: no te olvidaré nunca, aunque la muerte se esté acercando con la mano extendida por los prados. Criaron las ratas en esa opulencia concupiscente del puerto franco y los indóciles rabos de tanto monstruo suelto a sus antojos. No es que tenga el síndrome de Diógenes. Guardo sólo lo más imprescindible: unas plantillas de cuero para evitar los cristales rotos desperdigados por el suelo, el viejo calendario que no consiguió dañar la ferocidad de los disparos, un disco que Miguel de Molina le regaló a mi padre antes del exilio en los teatros argentinos. Sin embargo, hay una nada sospechosa unanimidad en la crónica que anuncia el final de la contienda: la extinción sigue irremediablemente a la derrota. Es la ley de los fuertes. Lo que queda en la parte más oscura de la culpa. Cuando el paisaje se ciñe a las cenizas, a un rastro titubeante de pies descalzos en la nieve, a las piruetas de los buitres que revolotean sobre un campo de huesos calcinados, toda redención es imposible. La victoria contará la historia como si todo fuera uno y la otra mitad hubiera de ser condenada al silencio. Los planos de la batalla se habrán perdido en las revueltas de un río que dejó de existir antes de llegar al mar y perdió de vista el horizonte. Cuando llega la tarde, el paisaje es una nube de color naranja con una gota de sangre huyendo de sus tripas.

 
 

II
 

 Lo que sigue a las consignas de la tregua será una mirada turbia que se parece al desconcierto. O al miedo. Poner los ojos así, a medias abiertos y a medias cerrados. Así. Como se mira de cerca un rostro que acaba de entrar con nosotros en el túnel de una despedida. El bucle del horror no tiene límites. Es esa vocación por los relatos amorfos que aparece cuando el mundo se declara en bancarrota. No me vengáis con discursos de salvación. Ni repartir la culpa sirve de nada. La memoria se cuece en las llamas de un poema tal vez de Paul Celan -las cenizas aún no: eso vendrá luego, con las últimas letras de la narración ya domada por los latigazos del cinismo-, en un oscuro pasadizo lleno de monstruos, en esa alquimia del dolor que mezcla impunemente la crueldad de los torturadores y la soledad del testigo en los atardeceres de la playa. Los perros saben siempre más de lo que dicen. Otra cosa es que se les pueda tirar de la lengua cuando el amor ya se fue lejos de todo. Entonces vendrán la casa en llamas, el vuelo carnicero que acecha insolentemente a la carroña, el holocausto de las abejas cuando la reina perdió su rango y el último hálito de vida, ese incansable roer de los conejos en el hierro cobrizo de sus jaulas. Nada.

 

III
 

Podría afirmar en esa nada que de un árbol a otro la distancia no existe, como tampoco existen el miedo, algo que se parece al estupor, la sensación de arena que deja en la boca temblorosa un lejano atardecer con peces muertos. En el bosque no había señales que condujeran a ninguna parte: huellas de perdiz, lo que van dejando en el aire las ardillas, el dulce canto de los mirlos en la hora anaranjada del crepúsculo. Sólo casquillos dorados al sol primero de la mañana. Desde cuándo estarán ahí, quién los abandonó sin que mediara tregua alguna entre los contendientes, dónde andarán ahora -cuando el tiempo ya es otro bien distinto- las viejas intenciones de convertirlo todo en exterminio. La vida se busca a sí misma en esa marabunta de ciervos a la deriva que vaga por los montes. Lo que veo tiene el color abrupto del azafrán silvestre, como varitas de polvo helado en la comida del hambriento. Los días que se fueron ya no volverán. Hay una gramática que lo afirma con una rotunda, nada rutinaria,  conclusa intransigencia. La bomba estalló entonces, cuando las palabras empezaban a vivir en la habitación más al fondo de la casa.

 

  IV
 

 Negocian la reconciliación como un pacto de hienas vestidas con smoking, pajarita y gemelos en los puños de la camisa. Saben que la razón no está de su parte. Y qué. Si todo lo pueden, a qué viene buscar un acuerdo entre ellos y después entre ellos y nosotros. La culpa tampoco se negocia. Que cada cual acuse los golpes que merece. La ignominia no quedará en nuestro lado. O sí. Demasiadas veces hay traiciones insospechadas. Nos traicionamos sin que surja una arruga de preocupación en las comisuras de los labios. Pero aun así: mejor no asumir de antemano la posibilidad de que un bosque esconda la sombra de lo que fuimos. Aunque ésa no la descartemos, aún habrá quizás otra salida: la de descubrir que el temblor de la historia llega con las botas llenas de barro y los cañones apostados a las puertas de un poema. La paz tranquila es una farsa. Nadie conseguirá dotarla de una moral distinta a la de la victoria. Los vencedores no se dejarán usurpar la estrategia de las arañas venenosas. El fuego será entonces un rastro de ceniza. Todo se llenará de estatuas, de himnos con el auditorio puesto en pie y los brazos extendidos, de una complicidad extrema con la devastación. Atrapar lo que sea el futuro es como llegar tarde a los horarios del sueño. El paisaje habrá desaparecido del horizonte. Ni horizonte habrá delante de los ojos asustados. Leer en ese vacío crepuscular es tan inútil como cómoda la orden de diezmar violentamente lo que queda al otro lado de los puentes. Puentes tampoco hay, dirán las voces que nunca se rinden. La codicia es lo que queda. De dónde pactar, pues, las reglas de una derrota y las traiciones. La liebre no querrá, por más que su cabeza vuele en pedazos a dos palmos del ojo que vigila. Sus restos mezclados luego con sangre en los ganchos de una carnicería. La palabra no estará colgada ahí, en la vergüenza de esos ganchos. Sonará una alarma y las calles se llenarán de gritos a favor de la revolución. Sé que todo esto es como un cuento de los de antes, como aquel relato del fantasma que recorría Europa y esas cosas.


Textos: Alfons Cervera
Fotografías: Arkaitz Morales

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